sábado, 7 de febrero de 2009

XVI. CRISIS, CRITICA, CRITICIDAD (jun.2002)

De que el sistema educacional chileno está en crisis no hay discusión, como tampoco hay discusión de alto nivel para solucionarla. Y esto no es un cliché, sino que, lamentablemente, nuestra triste realidad. Y nos quedamos sentaditos, y calladitos, escuchando las charlas de profesores pegados en su autosuficiencia, en sus manuales amarillentos, escritos en WordStar; contando sus historias de escuelas pobres de Lota –al parecer, en dictadura no había otras-. Y poco se aborda el tema abordado por caperusos, de esos que van al abordaje –aunque sepan que van a morir-, de esos de verdad. Porque la conferencia del rector de la Chile no se citó en clase alguna, y las publicaciones de Carlos Neely en el diario, ni las pescan; ni hablar del librito del profe Emilio Rivano –el de Lenguas-; y lo que digan esos señores no debiera preocuparnos, ‘sigamos con la clase que traje planificada’ –aunque sea desde la puerta de su oficina-. Así, es muy poco lo que se puede hacer, desde la universidad, para aportar o contribuir al debate al que llamaba Don Luis Riveros, quien escribe acerca de lo que plantea el viejito leído en el taller.

Los problemas que aquejan a la educación, como el financiamiento –al parecer lo más importante-, la educación pública, el currículum y los objetivos, la formación docente, el proyecto país, etc., no son cosa nueva, y esto no significa que sea otra de las herencias de la dictadura, ya que entonces sólo se agravó la situación, y los gobiernos democráticos se han limitado a recuperar el tiempo perdido, tanto en las platas e infraestructura como en los enfoques curriculares, avanzando lo más posible hacia la modernidad. Lo cierto es que hace mucho tiempo, muchas décadas, se viene intentando dar una forma a nuestra escuela chilena. Ya en 1747, al fundarse la U. de San felipe, se comienza a desarrollar la actividad académica formal en la Colonia Chilena (consultar “Notas sobre enseñanza superior en el siglo XVIII”, Atenea N°420, 1968). Desde entonces se confrontan diversos paradigmas educacionistas. Unos, defendiendo la libertad absoluta para crear escuelas –algo parecido al liberalismo-; otros, el derecho y “rol indiscutible” de la iglesia –cuál de todas?- de educar (...); y otros, defendiendo al Estado Docente (consultar “Filosofía de la Educación” Letelier, Valentín; 1912).

Como se puede apreciar, el tema es de larga data, y se repite siempre la misma cancioncita: nuestro sistema es imperfecto. Y esto se debe a que no existe un compromiso de país, donde los intereses converjan en los ciudadanos y no en las sedes y sillones parlamentarios; que no estén supeditados a los intereses de los conservadores adictos al “cambio”, o al de los pechoños que confunden una relación sexual con una familia, y a un óvulo fecundado con un ser humano, y que pretenden que todos debemos comulgar –yo paso, prefiero el pan con mortadela-.

Nuestro sistema educacional se ha planteado como si se tratara de las Isapres, las Sanitarias, las Empresas privadas; en las que el Estado no debe inmiscuirse, y disfrazan el discurso con apologías de la libertad. Lo mismo se decía durante la discusión sobre la instrucción pública, a fines del siglo XIX –curiosamente los obispos, en sus púlpitos, coincidían con los conservadores en el congreso-; y lo mismo dicen los del Instituto del Piñera, en la revista de Educación de abril de este año.
Es cierto que es importante la inversión pública para mejorar las cosas en la escuela; como cierto es que mantenemos una escuela a la inglesa –de esa que aparece en “The Wall”, la del ladrillito en la pared-, con niñitos sentaditos en “pupitres”, en salitas cuadraditas -e igual de feas que en mis tiempos de escolar- de las que salen todos juntos a “recreo”, cual rebaño a pastar, y los meten de nuevo en sus corrales al sonar un timbre estridente, como si fuera campo de concentración. Niños vestidos como se vestían los niños hace 70 años, con corbatita y todo. Qué bonito, qué ideal, qué “pertinente” –esa palabrita se usa a menudo-. Y también es cierto que la iniciativa de directivos y docentes –las individualidades- pueden lograr mejoramientos notables en ellas. Pero es más importante, más esencial, el proyecto educacional del país, con una legislación en pro del sistema, que considere aspectos económicos, curriculares y culturales; que defina objetivos “objetivos”, y no una carta según ‘San Guchito’; que establezca los objetivos de la educación chilena, y que fortalezca al Estado como principal responsable, cuyo deber es, toda vez que se seculariza, “ofrecer, a cada ciudadano, la diversidad de concepciones del hombre y del mundo”[1].

Ahora, para desarrollar ese debate que nos lleve a formular los objetivos “objetivos”, es necesario que los actores se liberen del temor a decir su palabra. Esto se origina en el hecho de que durante los cortos años de nuestra república la mayor parte hemos estado sometidos a dictaduras que se pelean el título de “sangrientas”, lo que significa que generalmente se ha trabajado en torno a la educación, un área esencialmente liberadora, en circunstancias políticas absolutamente desfavorables, ya sea en plena dictadura o con el susto de las etapas ‘post’ –el fantasmita que les gusta a los conservadores-. Así, el asertivismo necesario para proponer y generar propuestas se ve reemplazado por la autocensura, y la actitud de “para qué quemarse?, para qué marcarse?”.

Ese temor de la sociedad, es la actitud que se trasunta a las universidades, que es donde se forman los actores, y de allí a las escuelas, y de las escuelas... ups! Cerramos el círculo!. Entonces, el temor nos lleva a la autocensura; eso nos lleva a la falta de creatividad, y sin creatividad... eh, qué más?. Bueno, ustedes entienden. Y lo peor es que para poder desarrollar un proceso evaluativo de nuestro sistema se necesita capacidad de autocrítica, es decir, “conciencia crítica”, esa criticidad que, aunque está en los OFT, no se estimula mucho que digamos –bueno, en la U se nos dice que la estimulemos, pero que no se nos ocurra criticar el apunte de Orientación, por ejemplo, claro-.

Lo más importante en la vida es... tratar de hacer, cada uno, lo posible por revertir esta realidad, y eso pasa por legitimarnos como actores críticos; sin temor; creativos; agentes de cambio –y no de ése con el que engrupe el conservador de sonrisa frígida- capaces de hacernos cargo de nuestra pega, la de educadores.

Por qué cantáis la rosa, ¡oh Poetas!
Acedla florecer en el poema
[2]
[1] Letelier, Valentín; 1912.
[2] Huidobro, Vicente: “El espejo de agua”, Buenos Aires, 1916.

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